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Ausencias

— Ana María Matute*

Foto de Getty Images

El no estar o no ser, mejor conocido como “ausencia”, es, al menos en lo que a mí respecta, uno de los conceptos más paradójicos a los que he debido acostumbrarme. La falta de lo que ocupaba un espacio y ya no lo ocupa, abarca una extensión enorme. La ausencia de un ser amado se hace tan gigante que nos oprime los huesos hasta dejarnos sin aire.

Y sí; puede ser que suene cursi, pero hay pocas cosas tan abrumadoramente presentes como la ausencia. Ya sea la propia o la de terceros, o de lugares, o de circunstancias, o de pertenencias, la ausencia siempre grita más fuerte. Tampoco se entiende. Bueno sería dejar de derrochar el tiempo tratando de lograrlo.

La gran paradoja

Mi vida ha estado plagada de ausencias. Ausencia de familia, amigos, lugares, patria y sentido de pertenencia. Irónicamente, para dejar de sentirme víctima de su influencia, tuve que reconocer su poder sobre mí, y aceptar que, por mucho que me pesara, había soportado su opresión por largos años.

Cuando alguien se va, su retirada deja un hueco mucho mayor al que su "estar" ocupaba. Resignados, nos rendimos al duelo e intentamos, con algo de valentía y mucho de resignación, seguir jugando a la vida, día tras día, repitiéndonos la mentira de que ese hueco se va a llenar. Y así, evitamos mirar hacia el sitio donde ya dejó de estar lo antes estaba, o caminar a través del espacio que ya no es el que antes era, ni oler, ni escuchar, ni pensar en nada que nos vuelva a restregar esa ausencia en nuestro rostro. Actitud paradójica esta, que agranda aún más esa ausencia tan dolorosa en el intento de desterrar hasta el mismo recuerdo, el último vestigio de lo añorado y perdido.

Cuando somos nosotros los ausentes, la puesta en escena es similar, sólo que esta vez vista desde el escenario y no desde las butacas. Diluida entre pensamientos entreverados y planes abrumados por la inacción, la capacidad de ser, de estar, se disipa lenta, pero inexorablemente. A veces, no nos damos cuenta cuando desaparecemos; cuando cedemos el control, cuando soltamos las riendas, cuando permitimos que alguien, o algo, determine lo que somos y cómo nos comportamos.

Reitero; es un proceso que se toma su tiempo para robárnoslo a nosotros. Ponderamos los obstáculos más que las metas, los costos más que los valores y, eventualmente, acabamos por confundir la espera con la inercia estéril. Y así desaparecemos, envueltos en una neblina de dudas y autoreproches, sintiéndonos víctimas en vez de guerreros.

Nadie se salva de ausentarse

Nadie evita, completamente, el dejarse desaparecer tarde o temprano. Y yo no he sido la excepción.

Mi ausencia, de meses ya, no tiene excusas pero sí razones. Razones personales que no compartiré porque el hacerlo no sumaría nada. Baste con decir que me alegra estar regresando. Sí… "estar regresando", no "haber regresado", porque es un proceso lento que necesita de pasos firmes y seguros que estoy tomando con decisión, pero también cautela.

Espero seguir contando con vuestra compañía por estos lares digitales. Con algo de suerte, lograremos llenar algún espacio vacío.

* Ana María Matute (julio 26, 1925, Barcelona, junio 25, 2014) fue una novelista española miembro de la Real Academia Española —donde ocupó el asiento «K»— que en 2010 obtuvo el Premio Cervantes. Matute fue una de las voces más personales de la literatura española del siglo xx y es considerada por muchos como una de las mejores novelistas de la novela española de posguerra.

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