Líneas planas
- Gus
- 1 may
- 4 Min. de lectura
“Si no hay altibajos en tu vida, significa que estás muerto.”
— Ben Francia*

Días atrás, mientras escuchaba un podcast en el que se hablaba de la relación entre el cambio y el dolor, se me ocurrió que, si pudiéramos “conectar” la vida a una máquina examinadora de señales eléctricas, la lectura resultante se asemejaría muchísimo a la de un electrocardiograma regular. Es decir: algo no físico o material, como nuestra existencia podría, en el terreno de la analogía, medirse o evaluarse, y hasta diagnosticarse, de la misma manera en la que un corazón puede ser estudiado.
En un electrocardiograma, los picos altos y bajos comunican cambio, variación, existencia. Señales éstas ligadas íntimamente a la vida pues, en su ausencia, la nada misma, la muerte misma, gobierna.
Siguiendo, pues, con esta comparación –quizás un tanto caprichosa– si fueses a comparar la lectura de los signos vitales de tu corazón, con los de tu existencia, ¿cuál sería la frecuencia de sus latidos? ¿Serían éstos consistentes o irregulares? ¿Habría indicios de altas palpitaciones y temblores repentinos, o sería su lectura el reflejo inequívoco de una línea plana, chata?
Claro que esta es, como la mayoría de las analogías, imperfecta. Un corazón que no bombea ya no "existe", derrotado su propósito. Con nuestras vidas, sin embargo, pareciera que a veces nos hubiésemos sumergido en un estado de coma, de vegetación, de “muerte virtual".
Ausentes los desafíos, sólo quedan apuestas seguras –si se me permite el oxímoron. A falta de riesgos, abundan las certezas de papel. No hay ritmo, ni luz ni sorpresa. Sólo queda un arrastre cansino, una tiniebla envolvente y un desengaño amargo y gélido.
Tanta certeza plástica, tanto temor a arriesgar lo que se es por aquello en lo que podríamos convertirnos, han trocado tu vida en una rutina rasa, en una horizontalidad perpetua.
Seguramente, no te diste cuenta, no acertaste a percibir el cambio de ritmo, o su desaparición.
Todo se reduce siempre a un instante. Y los instantes suelen pasar inadvertidos.
Así, abrumado por la supervivencia diaria, olvidaste que el mañana también llega y que tu hoy no es más que el resultado de un ayer en el que sólo te limitaste a evitar perder.
Yo he estado ahí. Más veces de las que me gustaría aceptar, por cierto.
¿Y a cambio de qué?
¿Dónde están los resultados de tanta certidumbre hueca? ¿Dónde la ganancia de la falta de ambición?
¿Qué fue del sudor de los nervios ante el reto, del frenesí del salto al vacío, trocando la certeza de un aterrizaje seguro por la sensación embriagante de poder volar?
¿Qué mañana, esclavizado por la rutina, dejaste de sentir? ¿Qué discurso interno te ha limitado el deseo?
Nos han vendido la mentira de que lo pulido, lo suave, lo chato es atrayente y perfecto, como si no fuesen las rugosidades las que estimulan nuestro tacto, como si las subidas empinadas no impregnaran nuestras retinas con el descubrimiento de un paisaje ignorado, de una perspectiva desconocida, superior.
Compramos seguridad, pero nos llenamos de dudas.
Adquirimos comodidad, y perdemos el descanso.
Dejamos que nos ilusionen con destinos, mientras nos roban el camino.
El ruido de afuera nos dice qué es lo que queremos, y el pavor desde adentro nos aleja de lo que necesitamos.
Líneas planas. Sueños muertos.
¿Hasta cuándo? ¿Qué más necesitas para cambiar?
Dicen que el cambio sólo ocurre cuando el dolor de seguir como estamos, es mayor al dolor de cambiar.
¿Qué esperas? ¿Es este dolor, tu dolor, más tolerable que el riesgo de luchar por aquello que añoras?
Repito: yo estuve ahí.
Renuncia. Revélate. Acaba con el estatismo. Llénate los pulmones de oxígeno, corre, salta, grita… pero quiebra esa monotonía.
No es mañana. Es hoy.
Hay momentos para caminar temblando, para escaparle a la paralización del miedo. Hay cosas que necesitamos gritar hasta enronquecer nuestra voz. Hay lugares y personas, a las que sólo podemos dejar atrás llorando. Y hay lágrimas que bien vale la pena derramar.
Si añoras el sol, atraviesa la noche. El camino más corto –no el más fácil– es, casi siempre, a través. Los atajos son engaños edulcorados, y siempre callejones sin salida.
Al final del día, la peor manera de estar muerto, es no querer vivir.
El tiempo que ya pasó no volverá, y tus actos del ayer no pueden ser borrados. Por eso, déjalos ahí, en el ayer, y comienza hoy. Basta de medirte por tus yerros, tu apatía o inacciones de años atrás. Tu “yo” de hoy, es el resultado de todo lo que hiciste y de lo que no. De tus aciertos y de tus fallos. De todo aquello que hiciste mal y podrías haber hecho mejor.
Tú eres tú hoy. Por todo eso.
A pesar de todo eso.
Interesantemente, el ritmo cardíaco perfecto tiene picos altos, pero también bajos.
Acéptate hoy, y comienza a acelerar tu pulso. La vida espera, palpitante en esa línea plana hambrienta de pulsaciones.
Pierde el aliento, y volverás a respirar.
* Ben Francia es un consultor de marketing digital para pequeñas y medianas empresas, startups, negocios locales y agencias de marketing. También es diseñador de permacultura, emprendedor ecológico, comercializador digital, coach de vida y negocios, y Ironman.
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