Sufrir sin culpa
“La verdad es que, a menos que aprendas a dejar pasar las cosas —perdonarte a ti mismo, aceptar la situación, comprender que el pasado quedó atrás—, no podrás seguir adelante".
— Steve Maraboli*
En la breve existencia de este blog, han sido ya varias las ocasiones en las que he hablado del dolor. Emocional o físico, provocado o adquirido, crónico u ocasional, el dolor es un tema del que nunca parece hablarse lo suficiente. En esta ocasión, la motivación detrás de esta publicación es la de hablar del derecho al dolor; del derecho a sufrir. Más exactamente, del derecho a sufrir sin culpa.
La culpa como pago
Es curiosa la forma en la que la culpa se cuela por alguna rendija de nuestra vida para empañarlo todo, hasta el más merecido de los logros. Cuando obtenemos algo por lo que luchamos y nos esforzamos, nos sentimos culpables por el tiempo que dedicamos a alcanzar nuestra meta; tiempo que, seguramente, le quitamos a nuestra familia, a nuestros amigos, a nosotros mismos. Cuando experimentamos alguna desgracia, el susurro acusador de que “algo debemos haber hecho para merecer lo que nos pasó”, se nos prende de nuestra mente con uñas y dientes. Cuando nos equivocamos y causamos sufrimiento a alguien, la culpa no vacila en revolear su dedo acusador en nuestra cara, sumiéndonos en un tortuoso proceso de auto-condena.
Ya sea por un logro, un error o simple mala suerte, la culpa siempre parece presentarse como un pago necesario y costoso, demandando de nosotros aceptar la deuda sin reparos ni objeciones.
El sentimiento de culpa es humano y, quizás, necesario también, claro está. Aceptar nuestros errores y miserias es parte de nuestro crecimiento como personas y una habilidad básica para manejarnos en el día a día. Se me dirá que eso no es culpa, sino responsabilidad. Quizás sí.
Sin embargo, cuando la culpa va más allá del ser honestos y responsables en aceptar nuestros errores y hacernos cargo del precio a pagar, es momento de tomar distancia y examinar qué es lo que realmente está sucediendo.
¿Somos suficiente?
Parecería ser que todo lo que tuviésemos o deseásemos tener, estuviese ligado a un “ranking” de merecimientos. Y mientras sí hay cosas que requieren de nuestro trabajo, esfuerzo, sacrificio y dedicación, hay otras que, simplemente, son parte de obsequios que la vida nos ha brindado desde el momento de nuestro nacimiento. Cosas com el poder respirar, tener una familia, ser cuidados y protegidos y disfrutar de amor incondicional. Cuando vamos creciendo y, especialmente, al dejar de ser niños, estas cosas que nos pertenecían por derecho propio, más muchas otras, parecen pasar a formar parte de un catálogo del cual necesitamos seleccionar qué deseamos, y pagar el precio demandado.
Condiciones como la depresión tienden a jugar con nuestra mente y hacernos pensar que nuestra valía es escasa, cuando no nula. La culpa incrementa esa sensación y agrava nuestro pesar. Muchas veces he experimentado ese sentimiento de que lo negativo, lo malo y lo doloroso es lo normal, y que el placer, las alegrías y los buenos momentos son sólo excepciones. A decir verdad, es algo con lo que lucho constantemente. Si no fuese por horas de terapia, de conversación franca y mucho hincapié en otorgar algo de valor a mis méritos, la culpa y la aceptación de mi insuficiencia irremediable gobernarían mi vida sin esperanzas de cambio.
Se nos hace difícil sentirnos merecedores de un respiro, y dignos de nuestra propia misericordia, lo que nos lleva, muchas veces, a sabotear nuestros logros por dejar que la culpa nos convenza de nuestra falta de valor.
Sé lo que se siente, y entiendo cuán difícil es liberarse de ese sentimiento pero, créeme… es posible vencerle, y vale la pena hacerlo.
El derecho a sufrir
Hay determinadas ocasiones en las que el permitirnos sufrir es imprescindible para nuestra salud mental. En mi caso particular, esto se hace especialmente patente al sentirme impotente e inútil ante el sufrimiento de un ser amado.
Como padres, cónyuges, hermanos o amigos, tendemos a querer proteger a nuestros seres queridos. Es una inclinación primaria de nuestra humanidad y, cuando nos vemos imposibilitados de hacerlo, el mundo se nos cae encima. No recuerdo cuántas veces he gritado en frustración o sufrido en silencio, al verme imposibilitado de brindar la palabra correcta, el consejo justo, o la solución ideal. Y nada han importado las decenas de veces en las que escuché que no estaba en mí hacer nada o que “no era mi problema”. Si eres como yo, el escuchar que nada puedes hacer porque la responsabilidad no recae sobre ti, más desesperado te hace sentir.
Sin embargo, esta es una realidad que tenemos que aprender a aceptar si realmente deseamos ser de ayuda, no sólo para los demás, sino para nosotros mismos. Al no aceptar que hay cosas que escapan a nuestro control, nos condenamos, tácitamente, a cargar con culpas que no nos pertenecen y, al hacerlo, nos negamos el derecho de aceptar nuestro dolor y permitirnos sufrir sin la necesidad de condenarnos a nosotros mismos por hacerlo. El sufrimiento es un proceso inevitable y necesario, que nos ayuda a exteriorizar la angustia y liberarnos de su opresión. Es él quien nos permite preparar el camino hacia nuestra sanación y, sin su presencia previa, ésta no puede comenzar. No podemos “saltearnos” el duelo, porque él es tan necesario como el disfrute. Es por eso que el transitarlo sin culpa y en paz, es de tanta importancia para nuestras vidas.
Piensa en esto y busca ayuda si no te sientes en una posición en la que puedas transitar por tu dolor sin arrastrar el peso de la culpa. Lograrlo puede llegar a ser harto difícil, pero cuando sientas esa carga caer de tus hombros, te sentirás liviano y ligero para seguir tu camino con nuevas energías.
Así que, ni todo lo bueno tiene que merecerse, ni todo lo que nos falta es por escasez de merecimientos. Ni la culpa es siempre mala, ni necesaria todo el tiempo. Todo varía según la situación en la que nos encontramos. Las circunstancias cambian y con ellas nuestra perspectiva. Para sanar, debemos ser flexibles y tolerantes, especialmente, con nosotros mismos.
Pon el látigo a un lado, siéntate a solas contigo, y deja que el dolor salga sin sentirte insuficiente. Deja que tus pesares resbalen por tus mejillas, como esas lágrimas que llevas aguantando por tan largo tiempo.
Todos tenemos derecho a equivocarnos, a pedir perdón, a mejorar y, cuando llega el momento, a sufrir dignamente. Sí, dignamente, sin dedos acusadores que nos señalen, ni amenazas de castigos ejemplarizantes. No arrojes todo a la basura por no haber sido perfecto. ¿Quién lo es?
El camino sigue, y es el mejor maestro.
Levántate y continúa. El único que debe construir el sendero de tu vida, eres tú.
* Steve Maraboli (nacido el 18 de abril de 1975 en Port Washington, NY) es un condecorado veterano militar, orador, autor best seller y científico del comportamiento.
Comments